sábado, 20 de octubre de 2012

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Nueva cita  con el escritor  León Cohen  Mesonero

                                                              El 139
El 139 no es un número cualquiera. Para empezar, es un número primo y la suma de sus dígitos da 13. Para seguir, el segundo y el tercer dígito son el triple del que les precede. El 139 se  me aparece como un número erguido, elegante, que expresa una cantidad importante, ya sea en años, kilómetros, euros o kilogramos. Además, incluye entre sus dígitos al número 39 y al número 13. El 39 es un número mágico: Sucede al insípido 38, delimita la frontera entre el final de la juventud y el comienzo de la madurez, es un múltiplo de 13, ahí es nada. Para los españoles del siglo XX, el año 39  representa el final de la Guerra Fratricida y el comienzo del Franquismo, y para los europeos, el inicio del segundo desastre mundial. Para los judíos, es el principio de la Shoah, el Holocausto. Todo esto y mucho más encierra el 139.  

Nunca había reparado en ello, pero la Guerra Civil española afectó de manera cruel y determinante a muchos miembros de mi familia.  Así, mi madre nunca se hubiera trasladado desde la provincia de Segovia a  Larache, de no haber sido  forzada por una situación económica producto de la guerra, que fue la responsable de una emigración masiva desde los pueblos a las ciudades y a otros países durante los primeros años de la posguerra. La pareja de mi tía Raquel y padre de mi prima Flora, tuvo que escapar a Venezuela y sólo veinte años más tarde pudo conocer a su hija. Mi abuela y toda su familia perdieron a su hijo y hermano Yudá, que además era el sostén y el cabeza de  familia. Puede decirse que la guerra marcó las vidas  de todos estos seres.

Para mí, el 139 era el número de identificación que tuve como interno en Souk-el-Arba entre 1958 y  1962. Era el número que mi madre bordaba por las noches previas a mi partida, con hilo rojo sobre todas mis prendas de vestir y sobre las sábanas. Recuerdo sobre todo el número “impreso” sobre los slips blancos (yo nunca usé los clásicos calzoncillos, que siempre me parecieron “cutres”, al igual que las horrendas camisetas de tirantes, que siempre me recordaron a las que portaba el señor Ortega, padre de mis amigos Antonio y Eduardo, cuando se levantaba de dormir la siesta con un humor de perros y con su insoportable olor, mezcla de sudor y tabaco). El trabajo era arduo y necesitaba de gran paciencia (imaginen la tarea de bordado sobre cada uno de cada par de calcetines)  pero era inevitable, ya que esa era la única manera para la lavandería del internado de  distinguir las  prendas de los internos. Mi madre todavía muy joven y muy guapa (mi madre fue excepcionalmente guapa, era de tez clara, pelo castaño muy denso, tirando a rubio, unos preciosos ojos verdes y un pequeño y bello mentón acompañado de unos labios carnosos y bien delineados, la nariz pequeña pero suficiente, un rostro sin ninguna irregularidad, rozando la perfección), sentada junto a la mesa camilla, bordando el número 139 bajo una luz tenue, en silencio, entretenida, en una tarde noche pre-otoñal de finales de los años 50, en Larache, es para mí  quizás la imagen más  dulce y enternecedora que he conservado de ella. La segunda, de parecido contenido emocional, ya en Algeciras, tiene que ver con su rostro tras los visillos, cuando a las cinco y media de la madrugada, me dirigía a tomar el autobús de la fábrica. Yo siempre miraba hacia atrás antes de doblar la esquina, como para despedirme de ella. Aquel gesto mío, antes de desaparecer, parecía infundirle tranquilidad. Cuando empecé a escribir este relato sobre el número 139, siempre supe que me conduciría inevitablemente al recuerdo de mi madre, ya que ese número pertenece a un tiempo en el que todavía para mí, el amor filial  permanecía inalterado.

De ella heredé una memoria que algunos tildan de prodigiosa. De pequeño, ella me recitaba la Canción del Pirata, de Espronceda: “Con cien cañones por banda, viento en popa, a toda vela, no corta el mar sino vuela un velero bergantín. Bajel pirata que llaman por su bravura el temido… “ . O el pequeño poema de Calderón de la Barca: “Bella flor, qué mal naciste y qué fatal fue tu suerte, si al primer paso que diste, te encontraste con la muerte. El quererte es cosa triste, el dejarte es cosa alegre, y el dejarte con la vida, es dejarte con la muerte.” Parece que este pequeño poema, tiene que ver con una flor que se encontró el poeta entre los restos óseos de una vaca. También de Calderón: "Dicen de un sabio que un día tan pobre y mísero estaba que sólo se sustentaba con las hierbas que cogía. ¿Habrá otro -para sí decía-más pobre y triste que yo? Y cuando el rostro volvió halló la respuesta viendo que otro sabio cogía las hierbas que él arrojó." O me cantaba el romance: “La noche de los Torneos pasé por la morería y vi a una mora lavando al pie de una fuente fría…No soy mora caballero, que soy cristiana cautiva, me cautivaron los moros siendo niña pequeñita…”. Este romance, que yo aprendí de muy pequeño y para siempre, me fue recitado, con alguna variante, por el guarda de una fábrica en Andoain, en los años 80, durante un viaje de trabajo. Para mí fue una grata sorpresa, que alguien compartiera conmigo ese conocimiento.

 Las novelas de Corín Tellado, que ella devoraba con asiduidad, llevaban en contraportada un retrato de los grandes actores y actrices americanos. Así aprendí que Ava Gardner había nacido en 1922 como mi madre, Gary Cooper y Humphrey Bogart en 1901 y 1900 respectivamente.  Yo me enamoré de Ava Gardner en  Las Nieves del Kilimanjaro, donde actuaba junto a Gregory Peck, vi aquella película en el Coliseo María Cristina de Larache, siendo un mocoso de no más de 6 o 7 años. Para mí, siempre sería el rostro de mujer perfecto, el más atractivo y  acorde con mi idea de la belleza femenina. Mientras este relato se escribe, recuerdo su hermosura incomparable y la  angustia  que atenazaba mi pequeño corazón, cuando Peck la recordaba en una inolvidable escena de la película. Nunca un rostro se hizo más acreedor a la  inmortalidad.

El 139 fue un pequeño interno melancólico, triste y muy tímido el primer año, al principio confuso, por el difícil trance que supuso la separación de su familia, para ir convirtiéndose en los años siguientes en un adolescente rebelde y en un interno experto. Durante esos cuatro años de internado, conoció el valor de la amistad verdadera, aquella que se desarrolla más allá de los juegos, a través de la palabra, la dialéctica y el sentimiento. También conoció el encantamiento que produce el enamoramiento a los quince años. Se inició en el aprendizaje del Algebra y del teatro clásico francés que para él significaron dos descubrimientos importantes. Autores como Corneille, Racine o Molière, siempre serían parte de su bagaje cultural. También accedió a la  práctica de diversos deportes entre los que destacó el fútbol. Profundizó en el habla y la escritura de la lengua francesa hasta convertirla  en su primer idioma, por encima incluso de su lengua materna, el español. Podía recordar como en primero de bachiller, el primer día de clase en que Mme Chambrette le preguntó su nombre y apellido, y cómo él, pronunció: Léon Cohen, acentuando la n de Léon  y dejando muda la de  Cohen. La profesora le corrigió, y desde aquel día siempre pronunciaría la n de Cohen y dejaría muda la de Léon. 

Este relato nació mientras observaba el mar desde la playa, vino a mi mente el número 139, y luego el relato solo, ha ido viajando de un lugar  a otro, desde mi madre hasta Ava Gardner. Pero un relato no es nada, sino es la expresión de un conjunto  de sentimientos, cuya envoltura son lugares, personas  y paisajes del pasado. Aquellos años y aquellas personas debieron de ser fundamentales en mi educación sentimental, porque en todos mis relatos hay una o varias referencias a ellos. Un retorno a un pasado lejano que trato de recrear, ya que recordar es imitar la vida, en un intento de alcanzar la inmortalidad de aquello y de aquellos a los que recordamos.

                                                                       León Cohen 2011.
 

 

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