José Sarria. Málaga
*********
LA MAGIA DEL RETRATO.
Por Manuel J. Ruiz Torres
Veinticuatro retratos de mujer. Narrativa. Fundación José Luis Cano.
Autor: Paloma Fernández Gomá.
En la obra del mexicano Juan Rulfo, el peregrino que iba a Comala a buscar a su padre, el Pedro Páramo que le daba título a la novela, llevaba en su bolsillo un retrato de su madre, que era enemiga de retratarse porque decía “que los retratos eran cosa de brujería”. Curiosamente, Juan Rulfo, después de dos únicas obras escritas, se dedicó fervientemente a la fotografía. Es también conocido que, en algunas religiones primitivas, se cree que cosas semejantes entre sí poseen poderes similares, de modo que existe la creencia de que un retrato y la persona retratada forman parte del mismo individuo, razón que explica el temor que allí tienen a ser fotografiados y a que el que se haga con su imagen se lleve también su alma. Esta misma magia de extraer el alma a un ser vivo (en este caso, literario) es la intención última de estos retratos de Paloma Fernández Gomá. Porque no creo que nadie discuta que los personajes de un libro (éste, en particular) están vivos, o mejor reviven de su letargo al ser rescatados por un lector para nacer, explicarse, hacernos dudar de nosotros mismos, salvarnos y morir al fin ante nuestros ojos. Ese recorrido vital es el que siguen las mujeres aquí retratadas, hasta veintiséis, un número en absoluto redondo, como queriendo decir que podrían ser muchas más, que detrás de estas historias aún quedan otras muchas por contar. Tantos retratos como mujeres vivas. Que es quizás el primer fruto de la lectura de este libro: la singularidad de cada historia, de cada mujer. No se hablará de mujeres en plural sino de personas que son, además, mujeres; identificadas individualmente, es decir, provistas de un alma propia. Decía Alvaro Pombo: “al escritor le interesa individualizar al personaje. Un buen retrato literario crea una persona única, que es lo que somos todos. El buen narrador capta esa cualidad de ser único”. Aunque, naturalmente, del conjunto de los relatos se extraigan unas conclusiones para todo el género femenino, efecto de la mirada, también individual, propia, de Fernández Gomá. Ese ideario, la reivindicación del alma de las mujeres, no es baladí porque hasta hace sólo algunos siglos, en nuestra muy civilizada civilización occidental, aún se discutía si las mujeres tenían alma, o como defendía San Agustín si sólo conseguían su alma cuarenta días más tarde que los varones, viviendo siempre con ese atraso. Tampoco se olvide que el derecho al voto femenino apenas tiene cien años.
Con estas premisas es de esperar que, de la descripción física y moral que un retrato literario puede hacer de un personaje, la autora prefiera ahondar en las vicisitudes morales de sus protagonistas antes que en su apariencia física. Mejor la etopeya que la prosopografía. En estos Veintiséis retratos de mujer, Fernández Gomá describe cualidades y defectos de sus personajes, maneras de comportarse, sus sentimientos propios y, lo que es más importante, los sentimientos que evoca, pero contadas veces (Andrea, Edelbina, Ilda) se detiene en el físico de sus mujeres, salvo que sea esclarecedor para su comportamiento: los “ojos rasgados y expresivos” de la inocente Herminia Torres pasan a ser “ojos de olivo, duros y polvorientos” cuando la niña se convierte en La Perla, en toda una transformación moral. Las descripciones físicas tienen una intención complementaria, para situar la historia en unas coordenadas sociales, históricas o familiares reconocibles. Fue Doris Lessing quien defendía el abandono definitivo de la descripción física por considerar imposible imaginar la belleza, dando por perdida esa batalla ante el arte de la fotografía. No estoy de acuerdo con ponerle límites a ese infinito universo en expansión que es nuestra capacidad para imaginar. En estos retratos, aún en los que conocemos poco de cómo son externamente esas mujeres, las sabemos criaturas hermosas en un sentido mucho más amplio que el que puedan establecer los cánones de belleza, porque Fernández Gomá se cuida de crear en el lector una cierta predisposición favorable hacia ellas, con las únicas excepciones de la cruel Edelbina y alguna que otra madre opresora, necesarias también para hacer creíbles al resto de mujeres retratadas.
Esta misma presentación de sus protagonistas, buscando una complicidad del lector, es ya el primer síntoma de en qué tradición literaria se quiere situar estos Veintiséis retratos de mujer, la de cierta literatura popular, injustamente calificada como femenina, que va del melodrama al folletín o la novela por entregas. Aclaro, para los desinformados, que popular no quiere decir exenta de calidad, y que ponerle un género al género dejaría fuera a autores tan brillantes como Balzac, Alejandro Dumas o Gastón Leroux, que lo cultivaron, o a los muchos varones que seguían ávidamente sus historias por capítulos en los periódicos donde se publicaron. El melodrama surgió con el Pigmalion de Rousseau, autor al que no de manera inocente se cita en una de estas historias, como la lectura con la que comienza el retrato de la rica (y culta) Alba. Naturalmente Pigmalion, donde un varón educa (léase entre comillas) completamente de acuerdo con sus gustos a una mujer, es lo contrario de lo que defienden estos Veintiséis retratos de mujer, pero es una referencia, incluso en su negación. Del melodrama, es el simbolismo que Fernández Gomá otorga a sus protagonistas y el uso de un cierto efectismo y espectacularidad en las historias, la búsqueda del máximo impacto sobre el ánimo del lector y la clara preferencia por lo sentimental. Las mujeres retratadas, todas, están condicionadas por algún varón: muchas veces sus parejas (supuestamente) amorosas, pero otras el padre (Antonia Gómez), el abuelo (Olga), los hijos (Edelbina), el profesor (Dorotea) o un simple conocido en un barco (Rocío). Una presencia, la de los varones, permanente y casi siempre distorsionadora, como gustaba al melodrama, incluso en su variante cinematográfica.
Propio del folletín es esta escritura en catarata, donde parece que, en cada historia, se suceden una serie de distintos falsos finales, como los que obligaba la sucesión de entregas para que el lector del periódico no perdiera el interés y quisiera continuar la historia en días siguientes. Sólo que esta técnica es muy novedosa en los géneros breves y se aleja de los fundamentalismos del relato moderno, ya establecidos por Poe, y que exigen un camino lo más recto y corto posible a algún lugar sorprendente. Pero el efecto de las normas en literatura es convertirse en algo ya sabido, una rutina que abandona la emoción para centrarse sólo en preparar el triquitraque final. Así que bienvenida sea toda transgresión de la norma.
Los temas que desarrollan estos Veintiséis retratos de mujer son los mismos que los de la novela por entregas: la orfandad, la pobreza, el desamparo, la reconquista de lo perdido (no siempre y no todo), la injusticia de la vida. Aunque el fatalismo que impregnan estos retratos aleje a Fernández Gomá de la liberación final, el estallido jubiloso que solían coronar las novelas por entregas y los melodramas, tan del gusto de sus lectores esa pacificación, ese arreglarse las cosas para que todo quede bien. Pero la vida no se arregla sola, parece decirnos la autora. Extrayendo “toda una mística de la normalidad”, como decía Lorenzo Silva al hablar de la mirada femenina en literatura, tan exactamente aplicable a estos retratos: “tienen el coraje y la habilidad de sostener su mirada a partir de las mujeres reales y corrientes que existen en su época, antes que recurrir a mujeres estrambóticas, que ofrecen la facilidad del ruido o el escándalo pero la desventaja de su casi invariable inconsistencia”. Y Paloma Fernández Gomá, haciendo hablar a Ágata Valdés, una de sus mujeres triunfadoras y a la vez paradójicamente desgraciada, parece señalar el camino acertado que lleva al alma de las mujeres, el más sencillo: “los hombres aman a la estrella, a la artista, a la diosa, ven en ella su posible gloria, jamás hecha realidad, olvidan completamente a la mujer”. Aunque no siempre se hace lo más sencillo, ni lo más justo.
************************
ACERCANDO ORILLAS
DE PALOMA FERNÁNDEZ GOMÁ
F. MORALES LOMAS
La lírica de “Acercando orillas” (Fundación Dos Orillas, Diputación de Cádiz, 2008) posee una voluntad de lenguaje y estilo, amén de un evidente proceso de comprensión de dos realidades, a veces tan cercanas y otras tan lejanas: la realidad del norte de África y la del Sur de España, que también conoce la escritora madrileña afincada en Algeciras desde hace muchos años. Fernández Goma hace tiempo que dirige una de las revistas más importantes de las que se publican en Andalucía, Tres orillas, y ha apostado decididamente por la poesía arábigo-andaluza, por la poesía en español que se escribe en Marruecos y otros países del Magreb. Hay, en consecuencia, una perspectiva histórica de comprensión que, sin duda, se ve recompensada en este poemario, que se adentra por la imagen y las realidades de esa calle llamada del agua, para referirse al Estrecho, que nos une y nos separa.
En “Acercando orillas” desde el título existe una voluntad ética. En su escritura se evidencia. Pero no como discurso retórico-social, hueco. El acompañamiento de una estética sonora, apoyada sobre la estructura del sintagma nominal y el adjetivo es determinante en su lírica. La imagen y la sonoridad son dos elementos que realzan este poemario en el que uno y otro están determinados por el paisaje y la adjetivación respectivamente. Esto se puede observar en los siguientes sintagmas nominales: filamentos astrales, tímpano ocioso, orillas núbiles, dólmenes fosilizados, ancho estertor, vigor exaltado, mirada cobriza...
Se trata de una poesía cargada de símbolos y, sobre todo, inserta en una literatura profundamente emotiva que trasciende la naturaleza y el paisaje, muy presentes en esta obra, para derivar hacia el cultivo de una poesía que trata de embellecer el lenguaje y acercarlo a su sonoridad prístina. Fez, Algeciras o el Río de la Miel son algunos de esos paisajes en los que los detalles más nimios, como la tórtola en su nido, denotan esa profundidad de observación que tiene la lírica de Fernández Gomá. Rehúye lo circunstancial y, cuando se adentra en los elementos paisajísticos o históricos procura darle una nueva voz, prestarle una nueva visión. Existe también un aire nostálgico de cosas o valores, o elementos de la naturaleza que el deterioro ha conformado. La presencia del agua, del mar como elemento trascendente tiene una presencia supina como en “Castillo de las cigüeñas”: “Delata el salitre su rastro en el olor”, unos versos donde la aliteración de vibrantes constata esa voluntad de estilo sonora que hay en su lírica.
El poemario está conformado en tres partes: Calle del agua (13 poemas), Ángeles del desierto (22 poemas), un poemario que se publicó en Málaga en el 2007 y ahora aparece de nuevo recogido en este poemario más amplio; y Única presencia (3 poemas).
El ángel como elemento simbólico donde los haya se adentra en el segundo apartado en el que se oye la voz de los pueblos oprimidos y su esperanza parece rota incluso cuando se presentan esas orillas fracturadas. Pero el espíritu es el mismo en todos los poemas, la necesidad de la descripción y la presencia de sonidos, luces, oscuridades y el agua como una simiente que ha de fructificar. La tarde también es motivo es muchos poemas y esos estertores decadentes junto a esa agua que se va a dormir en nostalgia y testismonios: “En sus márgenes se cobija el viento/ y devuelve su voz sonora”. Pero Paloma cree en la palabra como elemento indiciario para aunar esfuerzos, para devolver la aparente pérdida. A veces son paisajes recobrados, postales que se van imantando al alma con una fuerza inusitada y la excusa de los colores para adentrarnos en el ámbito de la denuncia social: “De nuevo el náufrago intentará/ alcanzar la playa”. Una poesía también doliente, nostálgica, muy juanrramoniana, que reposa sobre la sugerencia del verbo y su raíz de agua.
El pasado vuelve una y otra vez, la memoria y las esquinas del viento, la savia del sándalo o las llagas de la espuma. Entonces surgen los ángeles, los ángeles azules, los ángeles cromados, ángeles que lloran nocturnos y son custodios del vértigo de las sombras. Una poesía que llama al corazón, a la nostalgia y a la reflexión; también a la amistad, como el poema titulado “Desde la amistad”. Y finalmente Al-Andalus, el poema finisecular que de nuevo se adentra en ese juego de luces y sombras de la existencia, ese juego humano de heridas, de ausencias y reconstrucciones de la memoria, de la naturaleza y sus paisajes interiores.
En definitiva, un poemario profundo, cercano y doliente, que busca la conciliación con la palabra, con su sonoridad a través del encanto del paisaje vivido y un encuentro sentimental con el norte de África.
******************************
Aromas de leyenda
[Sobre el libro Cáliz amaranto
de Paloma Fernández Gomá,
Madrid, Torremozas, 2005]
Finalista del Premio de la Crítica Andaluza en 2005, Paloma Fernández Gomá nos sorprende con un libro deslumbrante que seduce desde que penetras en sus páginas plenas de belleza metafórica y sintaxis surrealista. No hay más que allegarse a su arriesgada escritura para percibir ese difícil y no siempre accesible contraste entre fondo y forma, significante y significado, esencia y existencia.
No sé por qué extraña razón, que nunca he compartido conscientemente, me sabe este sentir poético a experiencia femenina, a poesía escrita por mujeres, a rabia contenida de espléndida belleza. Evocando la fastuosidad de los versículos, rayanos a la prosa poética, de Blanca Andréu o María Rosal, sin obviar las proclives preceptivas de Fanny Rubio, Pilar Sanabria, Valle Rubio o A. Francia, entre otras, la retórica poética de Paloma Fernández Gomá nos inmerge en un complejo universo de memorias y percepciones que, aun abstruso en su expresión envolvente, nos aleja de toda irreflexión o ignavia.
Cáliz Amaranto constituye un corpus
cerrado donde la enunciación lírica del imaginario femenino es irrenunciable. Son concluyentes las citas de San Juan de la Cruz, Juan Ramón Jiménez y Pedro Salinas que introducen un texto pleno de alusiones míticas y legendarias, un texto investido por la disrupción de los esquemas sintácticos y el asombro de incontables asociaciones sirremáticas que transmiten un aura de misterio al lenguaje, una magia poco usual en el espacio de la poesía contemporánea, uniendo esta escritura a la de los novísimos con toda su carga culturalista e incluso al grupo cordobés
Cántico tatuado por la fastuosidad léxica de algunos de sus componentes. Alusiones inequívocas a la Materia de Bretaña nos remiten a un cosmos no cerrado que vuelve siempre a descubrirnos formas de existencia; el eterno retorno nietzscheniano que nos aboca a la metempsicosis de las antiguas ideas, cosmogonías paganas en el límite de los fenotipos, los estenotipos y los símbolos, luminosas concepciones del mundo cuya llama no se extingue
.
La figuración de una realidad literaria en el proceso de la reconstrucción poética tiene sus riesgos, sobre todo si quien se enfrenta a la recuperación de las formulaciones semiológicas y los procesos intertextuales carece de capacidad o conocimiento. Recordamos ahora el acierto global de Juana Castro cuando reconstruye el universo femenino de la Diosa Blanca, génesis del Universo en Narcisia; o cuando profundiza con derroches sensibles acerca del complejo mundo de las relaciones personales a través del dualismo libertad/esclavitud que se corresponde con finísima intuición en la trilogía cetrero/halcón/paloma de Arte de cetrería.
En el primer poema de
Cáliz amaranto se contiene una de las historias más fascinantes de la literatura: la leyenda del Santo Grial, el cáliz que utilizó Cristo en la última cena para contener el vino, símbolo de su sangre que habría de ser derramada. Esta connotación evangélica ha inspirado una extensa mitología cuyo modelo arquetípico se sitúa en la epopeya cristiana de las Cruzadas medievales con todas sus sagas adyacentes. Paloma Fernández Gomá recupera esta simbología recurrente mostrándonos otros ángulos mucho más universales y futuribles: la imbricación de los diversos símbolos que se ajustan con mucha más eficacia y verdad a la realidad de las sociedades y las civilizaciones. Escoger el amaranto como adjetivo nominal de este cáliz explícitamente arraigado a la cultura cristiana implica una subversión, probablemente necesaria, acerca de los principios comúnmente considerados como inmutables. Repasemos la historia.
El amaranto o ‘huautli’ procede de América y su cultivo se remonta a más de siete mil años. Tal vez fuera el pueblo maya el más precoz en cultivarlo y posteriormente lo introdujeron en su dieta, aztecas e incas, considerándola una planta sagrada, lo mismo que ocurriría con el maíz y la quínoa. Este carácter de religación sacra propició que los españoles prohibieran su cultivo ya que, al hecho demostrado de ver con malos ojos que las utilizaran en sus rituales, venía a añadirse la duda sobre la idoneidad alimenticia que sentían los cristianos hacia cualquier alimento del que no hablase la Biblia. Significativamente, Paloma Fernández Gomá, elevando a rango universal valores denostados, establecerá un nuevo orden en la serie cíclica. El amaranto será ahora alimento nutricio de la infausta tierra de Camelot, despojada del cuerno de la abundancia. Sobre este circular motivo se inscriben otros poemas, aparentemente lejanos por su temática, y se asientan algunas de las más complejas derivaciones metafóricas, todas las que nos conducen a establecer la razón axial de este libro, que radica medularmente en la necesidad de mantener fértil el espíritu humano porque sólo así será posible la felicidad en este mundo:
Exhalará la tierra su extenso gemido emanante de luz
(…)
Más tarde se hallará el cáliz colmado para la ceremonia,
ceniciento y gris, cual copa de árbol.
(F. Gomá 2005:11)
Inscritas en el paisaje legendario se reproducen las memorias de los hechos y sus enseñas visibles, desde la realidad histórica del monasterio de Silos, en cuyo “lenguaje de signos fue tallada la piedra” (F. Gomá 2005:16), las ermitas de Soria, “donde crece el jaramago entre la piedra y el adobe”, o las inefables cruzadas llagando la piel híspida de Jerusalén (Ibid. 2005:25) hasta la reencarnación literaria del ave fénix mitológico, “que durante la noche no dormita” (Ibid. 2005:17), los trémulos cantos de las ninfas que liban el néctar más antiguo, ofrendándolos al rumor profundo de los bosques (Ibid. 2005:19), la fatiga de los guerreros que untaron su torso con el aceite de la victoria (Ibid. 2005:20), el esplendor de Hera “derramando el elixir de los dioses” (Ibid. 2005:34), o la sempiterna mirada de Caronte que vigila en las sombras cerradas de la muerte para conducirnos en el último viaje por las aguas fétidas de la laguna Estigia (Ibid. 2005:37-38).
Fernández Gomá nos obliga a penetrar en estos caminos ya hollados con nueva luz o con renovadas sombras. Cada época establece sus propias quimeras y es tarea común y sincrónica reinventar los mitos, arborecerlos en nuevas realidades, reconstruir con las delicuescencias del pasado un nuevo sistema que sustente, y hasta mejore, el futuro, sin que por ello obtengamos respuestas absolutas. Cuando Mónica Virasoro afirma que “los efluvios que emanan como símbolos de cosas y personas devienen fantasmagorías que hacen las veces de categorías sociales para una interpretación literaria del mundo” (Virasoro 2006:1), nos remite a la imposible restricción del pasado en la experiencia del presente; y aún más, nos predispone a pensar en el absurdo del nihilismo como motor de cualquier creación, avance o revolución humanas.
El poemario de Fernández Gomá nos evoca proteicas mitologías. Las concepciones clásicas se funden con los ecos románicos y nos transportan a las reminiscencias ancestrales de las gestas anglogermánicas. Eurasia y Gondwana renacen de nuevo para mostrarnos como todas las líneas que nos separan son eventuales y friables. Lo que ayer era, hoy ya no es. La antigua Eurasia se escindió hace ya mucho tiempo entre Asia y Europa; Gondwana nos transporta a otra luz ancestral desgajada en los no tan viejos continentes de África y América. No sé con certeza si los hechos se repiten. Si la metempsicosis nos aguarda tras la muerte para confirmar la teoría de los que aseveran que el déjà vu es un principio medular de la anagnórisis. No sé si la historia se trata de un proceso circular que por inercia o esencia se multiplica in infinitum. Pero sé que no quiero convertirme en un sonámbulo, aturdido por la locura de Nietzsche, al que la aparente verdad revelada en una de sus introspectivas caminatas por el lago Silplana, en la provincia de Sils Maria, sumió en un sordo miedo (Cf. Stöwhas 2005:1).
Lo cierto es que intentamos escapar de la muerte sin éxito probable. El eterno retorno es una falacia sin caminos. El tono épico que empapa el libro y le confiere en algún momento índole apocalíptica no es más que un modo de llamada, un toque de atención a las continuas señales de la finitud, una advertencia bíblica sobre el constante estado de vigilia que nos fuerza a mantener rebosantes de aceite las lámparas de las vírgenes (F. Gomá 2005:47). Arúspice de antiguas profecías que anuncian desastres verosímiles, nuestra autora nos remite a la inexcusable obligación del ser humano de proteger la vida y la palabra:
No existe poema donde habite
el hálito reseco de la contienda
ni nombre que sostenga el peso
donde habita la destrucción.
(F. Gomá 2005:53).
Esta poeta madrileña, que ejerce su profesión docente en Algeciras, muestra un inusual respeto por las culturas próximas del Mediterráneo que, con tanta saña, sufren las desigualdades de un mundo inarmónico
. La catarsis interior que impulsa a Paloma Fernández Gomá no es una mera impostura, trasparece en sus libros como un cuño, como un sello de identidad
. Esta percepción de la tierra yerma para algunos seres humanos imprime una fuerza, también inusitada, a los versos de quien proclama a voz en grito que sólo
la paz de los siglos es aquélla que nutre la lluvia
de savia núbil y hace renacer la siembra.
(F. Gomá 2005:27)
En definitiva lo que mueve a nuestra autora en este proceso de reconstrucción literaria es el deseo de despertar esa innata capacidad del ser humano de renacer de sus cenizas, ese denuedo para conquistar lo inconquistable, ese ansia no domada del amor con mayúsculas que a veces dejamos que se apague, cuando en el fondo todos sabemos que
sólo el eco eterno del amor posibilita la vida
y extrae del más profundo surco el flujo de la existencia
(F. Gomá 2005:20)
Manuel Gahete Jurado
Bibliografía
Fernández Gomá, P.: Cáliz Amaranto. Madrid, Torremozas, 2005.
Hoy en día el cultivo de quínoa y amaranto está tomando un gran auge ya que se están redescubriendo sus grandes propiedades. Aparte de producirse en países tradicionales como México, Perú o Bolivia ya hay otros que se han puesto manos a la obra como China, Estados Unidos o la India (V. http://www.enbuenasmanos.com/articulos/muestra.asp?art=946, p. 1).